viernes, 11 de septiembre de 2009

Tierra y galope

La rotonda de la entrada, por la avenida Dardo Rocha, anunciaba un circuito que todos los vehículos deben cumplir para acceder al hipódromo. Los motores empezaban a rugir para conseguir lugar en el estacionamiento, la cabeza de los apostadores a parafrasear números y los cuidadores del parque, que rodea la pista, aprovechaban para sacar una buena tarifa con el pequeño artilugio de “yo le cuido el auto”.
24 minutos antes que empezara la carrera Kentucky Derby G1, televisada desde Estados Unidos en el hipódromo de Churchill Downs, ya se había cantado la largada en el hípico de San Isidro. Nueve caballos empezaban a marcar la tierra que se divisaba desordenada por galopes anteriores. Un césped verde intenso brillaba bajo los efectos de potentes reflectores que convertían al predio en una lucha de murmullos por adivinar el ganador del premio Forty Alondra 2002. El relato de la carrera actuaba como una suerte de música de fondo tras los alaridos de los jugadores que rodeaban las vallas de la línea de llegada.
“Peliala Faldero”, le decía un anciano, habitué del hipódromo, al jockey que, además de participar de dicha carrera, el viernes por la tarde fue polémica por calificar de injusto el resultado del Gran Premio República Argentina jugado en Palermo. El comisariato reconoció su queja y le otorgo el triunfo. Sin despegar los cuerpos de las butacas y los ojos de las pantallas, el sector de pago y venta de premios estaba plagado de gente que discutía sobre sus apuestas. Hombres de pelo blanco y anteojos con gran aumento dialogaban sin cesar mientras sus nietos aguardaban aburridos contra las columnas del lugar.
Los paneles de la pista, con diversos colores y letras que parecían escritas con estrás, anunciaban la hora de carrera, los premios y los caballos que competían. Al mismo tiempo, los cuidadores desfilaban junto a los equinos, con la gran tabla de fondo. Cubiertos por monturas de colores vivos y grandes números en sus lomos, se mostraban algunos nerviosos y otros pasivos a la hora de cargar con el corredor a sus espaldas.
Todo lucía como una puesta en escena donde no solo los caballos son los protagonistas sino que también su público. Mientras apreciaban la carrera, respiraban el aire con esencia a pasto recién cortado y ansiedad. Algunos optaban por pasar desapercibidos en las confiterías que ofrece el hipódromo, con vista a la pista y otras refugiadas debajo de ella con pantallas planas que permanecían cubiertas de huellas digitales de los apostadores. Los pisos yacían repletos de papeles alargados blancos y rojos que certificaban la apuesta y adornaban como guirnaldas voladoras el predio.
Todos parecían apostadores pero a la vez disimulaban serlo y como excusa sacaban fotos, tomaban mate o leían el diario. Pero, la verdad, es que al fin y al cabo no dejaban de estar pendientes de los resultados. El adicto al mate permanecía con la bombilla más de cinco minutos, el que sacaba fotos usa el zoom para ver con sus propios ojos la llegada y el lector posaba el diario sobre sus piernas para resguardarse del frío.
Para describir las tribunas del hipódromo nada mejor que imaginar un mar. La gran masa de gente que ocupaba butacas en las tribunas, o aquella que se quedaba pegada a las vallas, se levantaba y se amontona lo más cercano a los caballos cuando la carrera estaba por finalizar. Luego en forma silenciosa o alegre, dependiendo de los resultados, vuelve a su lugar. Al igual que una ola cuando hay viento, se expande sobre la orilla y luego vuelve a sumergirse en la profundidad.

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